Carlos Vallejo nació en Mendoza en 1967. Se
graduó de abogado en la Universidad Nacional de Córdoba. En 1984 obtuvo el
Premio a la Literatura Juvenil Latinoamericana (Fundación Givré, Buenos Aires).
En 1985, ganó el Primer Certamen Provincial de Poesía (Provincia de Mendoza). En
1990 recibió el Premio Arte Joven de Mendoza. En 1991 fue ganador, entre miles
de trabajos, de la Nueva Bienal de Arte Joven de la Ciudad de Buenos Aires. En
1992 fue premiado con el mayor premio de la Región Cuyana, el Certamen
Literario Vendimia, que obtuvo nuevamente en el año 2000. En 1993 recibió el
premio Aleph.
Fue uno de los miembros del grupo “Las Malas
Lenguas”, referente indiscutido de las nuevas generaciones literarias
mendocinas.
En 1987 publicó el libro Amores insepultos, en 1998 el libro Postal en movimiento, y en el año 2008 el libro El vientre que danza. Sus trabajos han sido publicados en numerosas
revistas y diarios argentinos y extranjeros.
También participó en las antologías Arte Joven 90, El ins/dulto y el libro
de texto Las Provincias y su literatura:
Mendoza.
En julio del año 2000, fue elegido por
escritores de todo el mundo, para cerrar el encuentro internacional de escritores
que se realiza todos los años en Santiago de Cuba. En el año 2016 sus trabajos
fueron publicados en la Antología Federal de Poesía, Región Cuyo Andino.
* * *
UNO (I)
El
epicentro de la tela es una acción del pensamiento
abriéndose
en círculos concéntricos,
como una
escala que se expande en la mitología del infierno.
Con su
lengua viscosa la araña teje el cosmos.
Todo
sueño es un paso al vacío.
La
sustancia del anhelo ferviente es la madera
donde se
crucifica el corazón latiendo.
El reposo
es la muerte, pero el reposo del guerrero es un impulso.
Al
vértigo, lo sucede el vuelo o el naufragio.
No me
desvelo intentando ensamblar el movimiento
en el
espacio eterno. Ya no.
Antes, me
abstraía en la tristeza de los días con cúpula de plomo.
Pero el
tiempo de aquellas gotas cristalinas, de aquella luz,
fue
devorado por el eclipse de la certeza.
Ya no sé
qué pensar, si es mejor esta frivolidad o aquel baile
de perro
mordiéndose la cola.
He
aspirado demasiada neblina en estos años.
El niño
solitario que jugaba a ser dios
sigue
rasgando grietas en la muralla del bullicio.
Para
fundar una ciudad, exploro el territorio más alejado de la Meca.
Amo el
calor desenfrenado que la pasión incita.
Poco me
importa la distancia aprisionada en un ovillo.
Presagios
y respuestas murmuran los cadáveres.
Quien
pregunta está vivo.
El
símbolo de la ola sonora es una caricia sobre un punto.
Del futuro sólo espero la persistencia del
asombro.
La huída y el encuentro son
fracciones de un mismo recorrido.
¿Entonces por qué huyo?. ¿De qué sombra me aparto?.
¿Por qué corro, si estoy anclado siempre en el mismo lugar?
Quien
corre, se aloja en muchos cuerpos en forma sucesiva.
Por eso, abrazo al paranoico que duerme entre las
llamas,
y al incauto que se contenta con visiones etéreas,
lo detesto.
Desde que trastabillo, busco vivir como la nieve, que prefiere la muerte a la
prisión.
Igual, la
gravedad me transforma en estaca cada vez que logro desatarme.
Cada
momento tiene una huella irrepetible, como las manos de los hombres.
El
silencio me socava la frente, abre la tumba del sopor,
rescata
soles enterrados.
No espero
el abordaje de un salvador. No espero tampoco un paraíso en mi azotea.
Cuando me
incendie, quiero habitar el ardiente verano que las raíces buscan
como
serpientes escapando de una prisión con espinas de hielo.
Alrededor
hay mucho sedimento y pocos fósiles con el vientre ocupado.
Caminar es más importante que llegar.
Por eso,
el que espera tiene los pies de barro, y el que encuentra
queda
petrificado como estatua de hierro.
Es
invierno, el frío le arrebata las lágrimas al sauce.
En la
ciudad, el cemento contrae su músculo desnudo.
La
campana invisible sacude los escritorios que sostienen
el peso
enorme del hastío.
A
deshora, el día termina y resucita.
La
multitud se derrama en la calle.
Me siento
en la vereda a contemplar los universos falsos.
CINCO (V)
Los
recuerdos se adhieren a los ojos
como
la estela abrasadora que persigue al cometa.
Engendramos
imágenes que se desprenden
de
la materia creadora para seguir naciendo
en
un tiempo y en un espacio singular.
Los
recuerdos son hijos.
Cada
hombre proyecta una sombra de fuego que lo escolta.
Sin
saberlo siquiera,
formamos
una trama inagotable.
Estamos
incrustados en los otros.
Como
magnolias nos abrimos al sol para que vengan
los
pájaros hambrientos a esparcir las semillas.
Dios
es una araña que no duerme.
Tal
vez, un enjambre de arañas.
Lo
cierto es que la daga del reloj no se detiene.
El
camino trazado se desovilla como la lengua de un reptil.
Cuando
era niño, jugaba al fútbol con mi padre en el parque.
De
vez en cuando gira el balón resplandeciente
en
la planicie de mis huesos.
Guardo
la conmoción de la primer metáfora
explotando
en mis manos bajo un pupitre gris.
El
eco de muchísimos besos brillan como luciérnagas.
Siempre
me seguirán casas quebradas.
La
casita donde nací y la mansión que construí para llenar un cráter.
Cuando se extinguen las burbujas
y
nos llevan al sótano,
seguimos
resonando.
La
emoción es un látigo que vibra sobre las ruinas del silencio.
¿Por qué nos
obstinamos en repetir pasajes de la guerra?.
Es
difícil matar. Es aún más complejo arrancarnos de cuajo
la
cizaña y el semen venenoso que se esparce en la matriz del bosque.
Encerramos
una partícula del tiempo en el confín etéreo
de
la atmósfera.
Cuando
menos pensamos, emerge el resplandor de las cenizas
que
son despojos de un incendio.
El
cristal es perforado por los restos de una explosión que no termina.
En
el fin del océano, barcos roídos pulen el filo de sus proas
porque
el impulso de su fatalidad es avanzar.
Carne
y vapor nos constituyen.
El
líquido que corre también nos alimenta.
La
evolución arrastra experiencias remotas.
Para
seguir la marcha, es necesario recopilar algunos pasos.
No
podemos olvidar.
El
disco guarda hasta las impresiones más sutiles.
Rodamos
en círculos concéntricos.
Todo
gira.
Somos
únicos, a partir de la unidad que enlaza los fragmentos dispersos.
Si
quedáramos blancos, sin una letra en la textura,
volveríamos
al instante preciso en que nos sumergimos en el agua,
cuando
terminan de copular el esperma y el óvulo,
y
una vida se inflama en el nudo que enlaza el sudor de los cuerpos.
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