Silvio Mattoni



Silvio Mattoni nació en Córdoba en 1969. Publicó, entre otros, los libros de poemas: El país de las larvas (2001), La chica del volcán (2010), La canción de los héroes (2012), Avenida de Mayo (2012) y Peluquería masculina (2013). Y entre los ensayos: Koré (2000), El cuenco de plata (2003) y Camino de agua (2013). En 2014, publicó el diario Campus. Da clases de Estética en la Universidad Nacional de Córdoba.

Tradujo a Henri Michaux, Georges Bataille, Francis Ponge, Catulo, Marguerite Duras, Diderot, Cesare Pavese, Mario Luzi, Pascal Quignard, Louis-René des Forêts, Yves Bonnefoy y Clément Rosset, entre otros.

***

Amigo ruso

De nuevo, un viaje de una sola vuelta
de la tierra en su eje. En la ciudad
donde estuve casi no vi a nadie
pero miré mil caras, deslumbrantes
u opacas. Subí en vagones que no me llevaron
más que a otros negocios llenos de regalos
que no hacían falta. Y esa noche
única que pasé en el barrio de Congreso
ya despoblado, salvo por turistas y chicos
sin horarios fijos, me quedé leyendo
las aventuras de un poeta ruso que alguien
en la muchedumbre, con un aspecto
desconocido, había traducido felizmente
para mí. Algo aparecía en ese libro
colmado de banquetes, bailes y decepciones,
de chicas francas y varones cínicos
a los que un arcaico honor hace matarse
sin entusiasmo. Salí así del silencio
que ya no tendría tiempo de volver
cuando llegase a la pieza más tarde.
La carta que me mandé en un papelito
a través del oleaje de la gente
donde muchos podrían ser amigos
no alcanzaba la altura de una frase:
“Para todos los que siguen viaje,
soy un muerto.
Para la chica que no me vio.
Para los hijos de mis hijos.
Para los que bajan antes.
Conozco otro arte y aun así,
la música pop es parte del llanto,
sólo mío y masivo”.
Mi nuevo amigo ruso a veinte mil
kilómetros de acá y a dos centurias
de su gloriosa acmé me dio un abrazo
y se tomó su vodka ya sin cuerpo
para acompañar mis cervezas argentinas.
Su ritmo traducido parecía
ingenioso y vivaz, las discusiones
políticas de una vereda de bar
casi en penumbras le agregaron
cierta música. Lo escuché cantar
una defensa clara de los versos
contra la vejez y la caída anónima
de la resignación en las novelas.
“Los años tienden a la dura prosa
que da miedo a los nenes movedizos
con sus versitos instantáneos, y a mí
–me confesó suspirando el ruso muerto–
me da pereza arrastrarme tras ella.”
Éramos poesía en movimiento
cuando caminé desde el bar al hotel
repitiendo sus palabras sabias. ¿Y la prosa?
“Sasha, para la prosa están los diarios”.

Del libro El gigante de tinta (2016)
*

Orión


Traduzco a un autor cruel consigo mismo
que me enreda en sus frases; y le presto
la microfibra azul de tinta china
a mi hijito de cinco, Galileo,
para poder seguir una hora más. Dibuja
en hojas color crema un auto enorme
con más de diez ventanas, luego unos helicópteros
donde están su familia cercana y otros grupos 
de amigos y parientes. Cuando me entrega
los diseños terminados, planos monocromos,
la hoja de abajo aparece acribillada
de puntitos azules. “Son estrellas”, me dice.
Y empieza a unir rayitas, gotas, manchas
infinitesimales que el azar dejó pasar
a través de la textura porosa
de sus papeles de trabajo, de a poco va
formando una figura. “¿Qué dibujás?”, pregunto.
“Uno las estrellas para armar a Orión”, me dice.
Así es, asombrado me fijo en el muñeco
que levanta su brazo hecho de puntos azules
y que exhibe orgulloso un cinturón notable.
“¿Pero quién te dijo que en el cielo está Orión?”
“Eso lo sabe todo el mundo”, contesta.
De pronto la poesía se vuelve adivinanza
o el hallazgo fortuito de unas coincidencias
entre las palabras vivas, un cuerpo que crece,
y lo escrito hace años. Porque alguna vez
le mostré la Vía Láctea, el chorro deslumbrante
de luces en la noche de las sierras,
a un bebé que no hablaba pero alzaba
su dedito índice. Escribí lo que pensé
y lo que nunca dije, que allá arriba
había un gigante y que las tres luces
de su cinto inclinado acá en el sur
tenían nombres de mujeres bíblicas.
Ahora él reconocía mi silencio
y junto a la figura de puntos engrosados
por el flujo de tinta suave y firme
empezó a anotar lo único que sabe
escribir, su nombre en mayúsculas de imprenta:
GALILEO. Guardo la hoja para después,
cuando me tire de nuevo a caminar
sobre el agua imprevista de un poema
y trate de evitar el destino que acecha
en el final de una persecución
inútil. Si alcanzo a demorar la picadura
del escorpión, podré recuperar lo visto
con un nenito alzado mirando el nacimiento
de cada estrella. En la computadora
dejo que cante una contralto, busco
el sentido de su voz, la cacería
puesta en lo alto: “Mi corazón está
en las sierras, no acá, está persiguiendo
a una liebre o a un cuis entre las sierras
adondequiera que vaya”. Con la oda
mística de un compositor estonio
dicha en inglés, despedimos la infancia
porque ahora todo nos habla, Galileo.
“Quedaron atrás las sierras del oeste
donde nació el valor, país del precio
exacto; donde sea que me pierda, donde
me lleven los años, seguiré amando siempre
la sierra en que tu dedo marcó el cielo.
Adiós a las cañadas y los valles,
chau bosquecitos y arbustos silvestres,
rumor de arroyos y vertientes mudas.”
Ahora querés jugar, se acabó la hora
del arte. Querés poner canciones
menos opacas, menos trascendentes. “Mi corazón
está en las sierras persiguiendo a un ciervo”
y no espera la flecha del final
ni el aguijón de los ocho minutos
que dura el tema. “En las montañas altas
adondequiera que voy”; que también vaya
entre capas de olvido junto a vos
el hermoso gigante de los cuentos
que sólo atiende y carga a los que crecen.

Del libro El gigante de tinta (2016)

Hernán Schillagi

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