Alejandro Méndez Casariego




Nací el 19 de diciembre de 1952 en la ciudad de Buenos Aires. Hice mi Bachillerato en el Colegio Universitario Central, en la Ciudad de Mendoza, y estudié Profesorado de Historia en la Universidad Nacional de Cuyo. Viví en la provincia de Mendoza desde 1966 a 1986 y allí nacieron mis tres hijos: Magdalena, Victoria y Nicolás. Escribo desde muy chico, mayormente prosa, y recién a los 49 años descubro mi pasión por la poesía. De allí en adelante, la poesía se convierte en el eje de mi vida, y en mi razón de ser. Junto a José Emilio Tallarico y Gerardo Lewin conducimos hasta la actualidad (con alguna interrupción mas o menos prolongada) el cliclo de poesía El Orate y la Musa. En el 2003 publico mi primer libro El Elefante de Cartón, en 2007 Los Réprobos, ambos por Ediciones Patagonia, y a principios del 2016 editorial Deacá me publica Los Dioses del Hogar. Publiqué algunos ensayos, y numerosas reseñas de libros en revistas de nuestro medio.

***

(Máma, así, con ese acento)


Máma rige el universo
desde el patio de su planta baja
La vida – dice – es lo que queda atrás.

El baldío, que fue selva, ya no está
Mi abuela sí.

Tiene velados los ojos mercuriales
pero ve en esa niebla
el transcurrir. Suspira y ceba
los mates mas profundos y amargos
que puedan concebirse.

Desgrana la tragedia de los eventos diarios
con un tono fatal.

Todo, en los tiempos que mira, es una gran derrota:
los dioses huyen
los fantasmas se llenan de guirnaldas
los gatos del vecino chillan como en el fin del mundo.

Pero ella sobrevive
en el vaivén de una silla de hierro que cruje su óxido final.

No queda tiempo – dice para cerrar –, te cebo el último:
todo está consumado.

de Los Dioses del Hogar
*

El Enemigo
Este hogar fue arrasado algunas veces
y otras tantas lo hemos reconstruido.
Era la guerra: el enemigo era real y mensurable,
nos dejaba su nombre, para que no olvidáramos.

En tales ocasiones te vi inclinado
como en reverencia ante alguien importante
tratando de unir los pedazos del cuenco del té
con devoción untuosa.
El vapor de la infusión derramada subía
desde las esterillas desgarradas, los jirones
del papel de la pared
se abrían como pétalos hacia el cielo en llamas.

Algo terrible pero hermoso
Sobrevivía en aquella destrucción

Amé a aquel hombre que cuidaba su hogar.

Entonces vino la paz, y recordé las palabras de mi madre
“No hay paz para el guerrero, solo sombras”
Así fue que este hogar fue profanado, con el tiempo
por enemigos invisibles
que se escondían tras los biombos
susurrando los misterios del mal
con voz tan dulce, que llegaste a creerles
como le creías a las máscaras airadas de demonios
clavadas en los muros, a los duendes
tallados en marfil, y a tu perfecta colección
de bushis, alineados y alertas
sobre el altar de los antepasados.

Este enemigo sopló venenos intangibles
que me inoculaste en cada gesto
hasta que fuimos cenizas sin memoria
y ningún nombre quedó entre aquellas ruinas
para poderlo recordar.

O tal vez solo el tuyo, que también olvidé.

Inédito

Hernán Schillagi

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